domingo, 23 de marzo de 2014

La curiosa historia de Arana y Lutecia, 1ª Parte


Una fábula sobre el Miedo y la Libertad


"Erase una vez una cabra que vivía feliz en el valle, pastando y retozando cada día con sus hermanas, bajo la atenta mirada del pastor y de su fiel ayudante, un enorme y fiero perro de negro y oscuro pelaje.
Arana, que así se llamaba nuestra amiga, dormía cada noche en un corral pequeño y maloliente con todas sus hermanas. Cuando caía la tarde y el sol, después de derramar generosamente su luz y su calor durante el día, se iba a descansar, el pastor, cuidadoso y siempre vigilante llevaba a su rebaño hasta el corral y allí lo dejaba para que pasara la noche, seguro y protegido tras los altos muros de piedra y la puerta de hierro forjado.
-Pequeño y oscuro es nuestro corral, sucio y maloliente, pero es también nuestro hogar, seguro y calentito, y en él hemos de vivir tranquilas y satisfechas, la, ra, la, ra- cantaban las cabras cada mañana al despertar…
Y aquella mañana, como cada día al amanecer, el pastor abría de nuevo la puerta del oscuro corral y Arana y sus hermanas recobraban su pequeña porción de libertad, pero sólo porque así convenía a los intereses de su amo…


Y así salían en tropel, balando y balando, que es como acostumbran a hablar las cabras, hacia el fértil valle, lleno de ondulantes colinas repletas de fresca y jugosa hierba verde lista para comer; pero eso sí, todas juntas y sin desperdigarse, porque sino el amo se ponía nervioso, y enfadado, comenzaba a dar órdenes a su fiero perro pastor para que corriese a lo largo y ancho del valle y a base de furiosos ladridos y cuantos mordiscos fueran necesarios las metiera de nuevo en cintura.


Era aquella una preciosa mañana de abril, fresca y luminosa, cuando el rebaño enfiló en buen orden el camino que llevaba al valle, todas obedientes, en fila india y sin perder el paso, como mandan las normas y las buenas costumbres, alegres de pasar el día pastando bajo el sol disfrutando de la poca libertad que les concedían, o mejor diríamos, que se concedían ellas mismas, porque ¿qué podrían hacer un hombre y un perro si todo el rebaño decidiese dejar de serlo para vivir en verdadera libertad?
Y así fue que llegaron a su pequeño paraíso, el valle verde y precioso cercado por altas montañas que todas amaban…


Pastando y balando fueron consumiendo su pequeña porción de libertad mientras el sol recorría el firmamento, de una punta a otra del valle, y cuando éste comenzaba a descender lento y majestuoso de su cenit camino del ocaso tras las montañas del poniente, unas nubes enormes, tan oscuras como las noches sin luna y tan siniestras como las miradas de los lobos cuando se lanzan sobre su presa, llegaron nadie sabe desde dónde, para poner fin a tan alegre y tranquilo día.
Y cuando la bonanza concluyó comenzó el desasosiego, seguido bien pronto por el terror…
Primero fue el viento, silbando furioso entre las copas de los árboles como si fuera el heraldo del mismísimo Fobos, Señor del Miedo, y aullando entre las colinas como el lamento del monstruoso Kratos recién liberado de sus cadenas en el inframundo; después fue la lluvia, cayendo hiriente sobre la tierra como diez mil flechas aguzadas, y finalmente rayos y truenos, tan numerosos y poderosos que parecía que Thor, dios de las tormentas, estuviese golpeando la tierra con su gran martillo Miolnir…


El rebaño se había desperdigado por todo el valle, preso del pánico, y a duras penas conseguían el pastor y su perro comenzar a reunirlo en el centro del valle para emprender juntos el viaje de vuelta a la seguridad del corral.
Corriendo sin saber a dónde, iba la pobre y asustada Arana, de una colina a otra, poseída por el miedo, intentando escapar de un peligro que estaba en todas partes a la vez, y así fue como escapó del valle que tan bien conocía para ir a parar a un bosque que para nada le era familiar, pues nunca antes se había ido tan lejos, aunque tampoco había tenido necesidad…


Estaba completamente perdida, lejos de casa y de sus hermanas, y en medio de su desolación incluso se permitió llamar desconsolada a su amo el pastor y a su odiado perro. Pasaron los minutos, pasaron las horas hasta que llegó la noche, y después el amanecer de un nuevo día. La tormenta había amainado, y ni rastro quedaba de ella, ni tampoco del camino al valle; parecía que los nefastos acontecimientos del día anterior hubieran sido un producto de su imaginación, un mal sueño… “

Manuel Marques Robles

Y en breve podréis leer la 2ª parte...

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